domingo, julho 01, 2007

Ocio y negocio: fasto y nefasto

Los romanos, quienes tenían ciertas cosas mucho más claras, hablaban del otium como de la verdadera vida. El otium significaba las bellas artes –las humanidades, que dirían hoy algunos-, era el tiempo libre consagrado a las letras. Llevaba, en la lengua latina, ese componente inherente asociado de paz, sosiego y tranquilidad. Algunos consideraban que la política, dijéramos la filosofía política, del ágora, donde uno hablaba de las facetas altas y profundas de la política (pero no de la politiquería al uso ni de los negocios politiqueros), era también parte del otium. De hecho el otium era el apartamiento de los negocios públicos y políticos. El otium tiene un componente de cierta soledad, de contemplación en una palabra.
Que los tiempos han degenerado se prueba hasta en la acepción de las palabras. El diccionario de la Real Academia Española define ocio como mera cesación del trabajo o inacción, incluso como total omisión de la actividad. De entre las cuatro acepciones que este diccionario proporciona me escandaliza particularmente la última, la cual reza así: “obras de ingenio que uno forma en los ratos que le dejan libre sus principales ocupaciones”. Digo que me escandaliza por dos razones. La primera porque habla de “obras”, de quehacer. Es la actividad febril-fabril del mundo moderno; una actividad frenética por el hacer y más hacer. La segunda porque invierte completamente el sentido romano del término. Insisto que mientras para los latinos el otium era la verdadera vida y el nec-otium (negocio) no lo era (de hecho era sólo una contraposición insalvable, y necesaria, pero no deseable, al otium). Sin embargo en la moderna lengua castellana se acepta que las “principales ocupaciones” son las del negocio.
Mal asunto cuando así vamos.
Nuevamente confrontados por la etimología vemos que los días festivos para los romanos eran los días, así llamados, fastos (fasti). Por contraposición a ellos estaban los días nefastos. No deja de ser curioso que fuera, precisamente, en esos días –los fastos- cuando se pudiera administrar justicia. Sin embargo en los dies nefasti no se podía administrar justicia. Pero el adjetivo nefastus, -a, -um tiene unas asociaciones semánticas ominosas sino abominables: referente a lo prohibido por la ley divina, impío o maldito.
Hubo un tiempo, la Edad Media (que los historiadores anglosajones, me refiero –evidentemente- a los protestantes, llaman Dark Ages, con tanto cinismo como falta de fundamento) cuando hasta el más humilde siervo de la gleba trabajaba no más de 200 días al año. Y esto era así porque los días fastos no iban solos. Las principales fiestas litúrgicas del año iban con su novenario acompañante, todo él festivo. Otras festividades religiosas menores iban cuando menos con su triduo. Incluso algunas más humildes no iban sin su víspera correspondiente. En medio de todo aquel tiempo libre, que no ocioso, florecía el otium. La gente a menudo era obligada a hacer penitencia colaborando en la construcción de obras de arte, como las catedrales. Los bardos cantaban los romances y los Sacerdotes porfiaban desde sus púlpitos en el nada fácil arte de la Oratoria religiosa, variante al fin y al cabo de la Retórica. Se pensaba en Dios, se contemplaba, y se trataba de adecuar su realidad con la realidad eterna y divina del Más Allá.
Afirma mi hermano en la Fe y querido amigo JSarto que estos tiempos que corren son tiempos de “esclavitud sin grilletes”. El trabajo se vuelve no sólo y a todas luces excesivo, sino también tiene un ominoso carácter opresivo que acaba por desterrar el otium por completo. Ernst Jünger vio esto claro cuando habló de la “sucesión sístole-diástole” en que se había convertido la vida moderna. Al logrado análisis cualitativo de los efectos deletéreos ocasionados por la revolución industrial hecho por Dickens el escritor germano añadía una dimensión cronocuantitativa. El tiempo se volvía mecánico, como en la máquina. Y la máquina sólo para bien para repararse o para ponerse a punto. Al capitalismo moderno le encanta jugar con jornadas laborales agotadoras, a menudo que superan con creces las 8 horas diarias, pero quiere que el neoesclavo (léase asalariado) “disfrute” en lo que eufemísticamente llama “industria del ocio” para que ese movimiento de falsa diástole pueda ser cuando menos suficiente para que el esclavo vuelva a producir.
Ya afirmaba Aristóteles que la contemplación era la más alta esfera del ser humano. Josef Pieper reafirmaba la aseveración del estagirita en su libro On Leisure con mil y un argumentos.
Los católicos, herederos de lo mejor del mundo clásico, asumieron tales afirmaciones que Santo Tomás de Aquino elevó a categoría teológica: la excelencia de la Contemplación. De ahí la excelencia sin parangones de todas las Ordenes contemplativas de la Iglesia Católica. Del mismo modo que el Doctor Angélico dejó sentado que las virtudes pasivas son superiores a las virtudes activas.
Hubo que fracturar el espíritu humano con esa dupla de Bacon y Lutero, con ese dúo maldito de deshacer la ciencia como contemplación para hacer de ella tekné y espíritu de dominio soberbio y ensoberbecido de dominio y manipulación, de ese poner las virtudes (ya reconvertidas en valores) activas por encima de las pasivas al despreciar la contemplación, para forjar las cadenas con que se construye la neoesclavitud moderna.
Cuando el trabajo anula la contemplación el trabajo no vale nada, por más emolumento de riqueza que proporcione.

Rafael Castela Santos

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