quinta-feira, agosto 25, 2005

Poniendo los puntos sobre las íes (1)

Dedico este texto, que se puede encontrar íntegro aquí a mi amigo JSarto, extraordinario anfitrión ya va para año y medio largo en estos lares lusitanos de A Casa de Sarto y verdadero hermano en la Fe y cómplice en gustos, inclinaciones y preferencias.
Estoy seguro que gustará de él, aunque presumiblemente ya lo conoce.

Rafael Castela Santos


Vida cristiana sus leyes y principios

La vida cristiana (católica) tiene sus principios básicos y sus leyes fundamentales. La decadencia de la vida espiritual de los fieles y del pueblo católico se debe en gran parte al olvido, cuando no al abandono de los principios de las leyes más elementales (básicas) de la vida cristiana.

El ideal de santidad se ha perdido cuando no tergiversado, o invertido. Digo, cuando no tergiversado o invertido por razones graves y profundas. Hoy, contrariamente a lo que siempre se ha dicho y creído, se piensa y dice todo lo contrario en materia de vida espiritual. La santidad hoy ya no implica necesariamente un doble elemento: uno de separación y otro de unión.
Separación del mundo (las cosas creadas y efímeras de esta tierra) con la renuncia de nuestros apetitos y afectos desordenados. La naturaleza de las cosas espirituales y sobrenaturales lo exigen así. No se aproxima uno a Dios, si no es alejándose (separándose) de todo lo creado, esto es des­pren­diéndose con generosidad y espíritu de renuncia mediante un sano desasimiento de todo lo que no es Dios.
Hoy se mezcla con vano optimismo Mundo e Iglesia, mundo y vida sobrenatural, mundo y cristianismo, se los lleva a una identificación prometiéndonos el Paraíso en la tierra. El hombre o la humanidad parece no distinguirse de la Iglesia. A tal punto de hacer de la humanidad, la Iglesia, esto es: el Pueblo de Dios. La Iglesia concebida como pueblo de Dios es la Iglesia identificada con la Humanidad, con el Mundo. La Iglesia como Pueblo de Dios estaría formada por todos los hombres, gracias a la unión de Dios con cada hombre por el mismo hecho de la Encarnación. Esto lo dice Karl Rahner, pseudo-teólogo, que tuvo mucha influencia en el Concilio Vaticano II, entre otros pseudo-teólogos progresistas, que invadieron con sus errores el Concilio, haciendo prevalecer la concepción modernista.

San Pablo nos advierte y exhorta: “No queráis conformaros con este siglo” (Rom 12,2). Lo cual se opone dia­me­tralmente a la divisa progresista y mo­dernista del aggiornamento o configu­ra­ción de la Iglesia con el Mundo mo­derno.
Nuestro Señor, deja establecido el abis­mo insondable entre El y el mundo, entre la Iglesia (Cuerpo Místico de Cristo), prolongación de su Encarnación, y el mundo; pues como dicen las Escrituras “el mundo no le conoció” (Jn 1, 10); además Nuestro Señor mismo ex­cla­mó: “no ruego por el mundo sino por estos que me diste, porque son tuyos” (Jn 17, 9).
La respuesta del mundo no ha sido menos tajante frente a los Apóstoles y discípulos de Nuestro Señor: “El mundo los ha aborrecido porque no son del mundo, así como Yo tampoco soy del mundo” (Jn 17, 14). La incompatibilidad y oposición entre Iglesia y mundo queda bien establecida, bien que en otro pasaje se dice: “Amó tanto Dios al mundo que dió su Hijo Unigénito” (Jn 3,16), pues como es evidente aquí el término mundo está tomando en otro sentido, refiriéndose a los hombres pecadores, que son todos los hombres y que El vino a Redimir, todo lo cual está expresado por las palabras que siguen: “a fin de que todos los que creen en El no perezcan”.
La misión de la Iglesia será siempre la de convertir al mundo, asumiéndolo el mundo para elevarlo y sobre­na­tu­ra­lizarlo en la Iglesia y no para que la Iglesia se convierta al mundo secu­la­rizán­dose, como pasa hoy, gracias al modernismo reinante dentro de la misma Iglesia. Hoy se confunde sin distinción ni matiz alguno, entre asumir y asimilar, de ahí el grave error de querer asimilarse al mundo que anima el progresismo actual dentro de la Iglesia. Nuestro Señor asumió la carne humana, pero no se con­virtió (o asimiló) en carne humana. La Iglesia debe hacer lo mismo, asumir el mundo, para que el mundo se convierta en Iglesia y no que la Iglesia se asimile al mundo y se convierta en mundo.
Tenemos que ir, mejor dicho, volver (o retornar) a la esencia del cristianismo, a sus principios y a sus leyes más elementales, para no ser absorbidos por el error modernista en su propósito de secularización e identificación de la Iglesia con el mundo moderno.
Toda la espiritualidad de la Iglesia se edifica sobre el evento más fundamental del cristianismo: la Muerte y Resurrección de Jesucristo, siguiendo a San Pablo. Para el mundo y la Iglesia hay un hecho histórico de absoluta importancia: Jesucristo muerto y resucitado. La vida cristiana se presenta así como una participación en la muerte y la resurrección del Salvador. La vida espiritual del católico es así una prolongación en cada uno de nosotros del doble aspecto del misterio de Cristo, de su muerte y el de su resurrección.
Todo el cristianismo, como dice el Padre Philipon, en su libro “La Doc­trina Espiritual de Dom Mar­mion”,­ se reduce a este mismo misterio de muerte y de vida de Nuestro Señor Jesucristo.
La Santidad de la vida cristiana es­tá sintetizada en este doble aspecto del misterio de Cristo: su muerte y su resurrección.
El ritual del Bautismo, lo expresa también así, señalando la antítesis entre la muerte y la vida. El Bautismo nos hace morir sacramentalmente con Cristo, lo cual está simbolizado en el rito oriental católico, por la triple inmersión en el agua, representando los tres días que permaneció Nuestro Señor Jesucristo en el sepulcro para resucitar después con El, en una vida nueva en la gracia.
La muerte y la vida constituyen las dos fases correlativas y complementarias de toda la vida cristiana. Muerte con Jesús al pecado, a las imperfecciones y a nosotros mismos, para después resucitar con Cristo a una vida nueva, en la gracia con Dios. La santidad (perfección cristiana) está dada por la muerte al pecado y a todo lo que conduce a él. Los grados de la muerte al pecado marcan la medida misma del progreso en la vida de la perfección que se ca­racteriza por el grado de unión con Dios Uno y Trino.
El pecado es el gran obstáculo a la unión divina, es una ofensa al Amor divino. La muerte al pecado consiste en morir a sus causas que son: el demonio, el mundo y la carne, los cuales representan nuestra triple concupiscencia: la de la carne (placer y sensualidad), la de los ojos (riqueza, avaricia y poder) y la del orgullo de la vida (soberbia, orgullo y amor propio). La triple concupiscencia corresponde al triple desorden, causado por el pecado original.
El hombre estaba en perfecta unión y armonía con Dios, consigo mismo y con las cosas, gracias a la Justicia Original, o estado de inocencia primigenia en que fue creado Adán.
El hombre estaba en unión y armonía con Dios a través de su inteligencia y voluntad (facultades superiores del alma humana) que estaban sometidos a Dios por la gracia santificante. Esto era la rectitud de la mente a Dios y de esta rectitud superior derivan las otras dos rectitudes inferiores.
El hombre estaba en unión y armonía consigo mismo, las pasiones y apetitos inferiores del alma estaban sometidas a la razón, el hombre no estaba dividido como hoy entre su espíritu y la carne.
Por último, la armonía y unión de su cuerpo y alma. El cuerpo sometido al alma era inmortal y a través del cual el hombre gozaba de las cosas exteriores que conforman el mundo animal, vegetal, mineral, sobre lo cual dominaba pacíficamente, pues nada le era desconocido ni adverso.
El pecado original produjo una triple ruptura ocasionando así un triple desorden, las tres concupiscencias: de la carne, de los ojos y la del espíritu.
De aquí que la regeneración del hombre pecador pasa por el espíritu de pobreza, de castidad y de obediencia. La pobreza para contrarrestar el desorden frente a las cosas materiales exteriores al hombre. La castidad para restablecer el desorden interior del hombre con sus apetitos y pasiones carnales contra la razón. La obediencia para restablecer el sometimiento de la voluntad a Dios.
Las órdenes monásticas hicieron, así, el triple voto de pobreza, castidad y obediencia, para asegurar el camino de la perfección cristiana.
Los fieles no son monjes, y si no hacen votos de castidad, pobreza y obediencia, deben al menos tener su espíritu, so pena de no ser verdaderos católicos y quedarse con una apariencia de religiosidad cristiana, es decir, fariseísmo puro. Quien no tiene espíritu de pobreza, de castidad y de obediencia, está adherido al mundo, ama las cosas de este mundo desordenadamente, vive para el mundo y es de este mundo. Los verdaderos católicos no son del mundo, el católico no vive para el mundo, sino para Dios y su Iglesia en Cristo Jesús.
Bajo la influencia de la literatura, del cine, de la radio, de la televisión, etc., y de toda una atmósfera de civilización pagana, nuestras mentes modernas han perdido el sentido del pecado, el pecado no causa ya el horror ante su fealdad, corrupción y malicia.
Y la razón más profunda de ello viene del hecho de que nosotros ya no tenemos el sentido verdadero de Dios, de lo que es Dios. Si nos olvidamos de Dios perdemos el sentido de la gravedad del pecado que nos separa de EL.

P. Basilio Méramo

(RCS)

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